Adiviné las figuras que se encontraban a mi alrededor, como si dejar las persianas cerradas sirviese de algo. ¿Quién habrá compuesto la sinfonía de las hojas de los árboles al chocarse entre sí? ¿Quién dirige esa orquesta? Al otro lado de la pared se encontraban las respuestas a todas aquellas preguntas, además de la verdad y de las mentiras que algunos inventan para protegerse de ella, con el mismo recelo que experimentaría un gato mirándose al espejo.
¿Dónde están los vendedores de lapiceras de tinta eterna cuando uno los necesita? Busqué en el subterráneo, en la vereda sucia de tiempo. Porque uno puede subsistir a base de arroz barato, pero la literatura pobre, esa sí que no alimenta, de esa sí que no se puede prescindir. Flotaba en el aire entonces cierta desdicha poética, la de las estampillas que se pierden en el camino y se llevan consigo los secretos de vaya uno a saber quién, porque cuando las palabras no tienen destinatario entonces tampoco existe remitente alguno.
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