Asumo que no han pasado demasiados días desde que extravié mi reloj. Desde que se detuvo el tiempo para mí. Porque el tiempo, ah, el tiempo... Siempre preferí pensar que no existiría tal cosa sin todos estos aparatos, sin todas las características que le hemos inventado. A veces me gusta imaginarme al tiempo como un pequeño ciervo, ansioso de correr muy lejos de donde estamos, a quien mantenemos amarrado con tres agujas que nunca se quedan quietas y acaso un par de baterías. La pregunta que nos hemos hecho, tal vez, es si el ciervo desaparecería si no lo amarrásemos. Me temo que incluso nos hemos atrevido a respondernos a nosotros mismos, y lo hemos hecho de forma apresurada.
Aquel día sobraban las nubes en el cielo. Un gris suave teñía cada objeto que osaba reflejar la luz. Algunos siempre prefieren mantenerse en las sombras, por supuesto; nunca ha sido fácil lidiar con los caprichos del Sol. Miré entonces mi reloj y me detuve por un instante a observar lo alarmante de su falta de coraje para detenerse jamás. Debo confesar que sentí un poco de lástima por él: nunca tuve muy en claro hacia dónde intentaba escapar, tan rápido como solía correr.
Decidí entonces romper las amarras de este pequeño ciervo encadenado a mi muñeca. Podría jurar que algunos segundos antes de desprender la correa por completo de mi brazo, un par de ojos negros destellaron en su interior. Respiré profundo y vislumbré su brilloso pelaje galopando sobre cuatro patas, dejándose coquetear por el atardecer, infinito... Para cuando el reloj golpeó contra el piso, demasiado lejos había llegado su huida como para que mis limitados tímpanos pudieran disfrutar de aquel sonido.
Las cosas han cambiado bastante desde entonces, supongo. Aquí, debajo de las nubes, me entretengo con la sombra inquieta que proyectan las hojas de los árboles en la pared cuando sopla el viento y despliegan su majestuosa danza. No hay mucho más que eso. El resto se ha vuelto eterno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario