domingo, 27 de abril de 2014

La Geometría Invisible

I. Ocre

                Una de las copas de los árboles que se agitaban fuera por el fuerte viento le devolvió la mirada con una hoja seca, que ingresó por la pequeña ventana haciéndose lugar entre los barrotes de frío metal y cayó delante suyo. La tomó entre las manos y la apretó contra su pecho en un ademán silencioso. La hoja se retorció en un crujido que hubiese pasado inadvertido, si no fuera por el lúgubre silencio que reinaba en la habitación.

                Recordó la canela, y aquella sensación muy parecida a interactuar con la seda que le provocaba el aroma a café por las mañanas. Pensó que tal vez, si por un segundo todas las hojas secas que se encontraban volando por los aires en ese mismo instante se concentraran en un solo lugar, podría reproducir tal sonido una y otra vez. Pero aquella era tan sólo una pequeña hoja que le había regalado el árbol que observaba desde hacía horas, y ningún caso tenía fantasear con un otoño eterno.

                Siguió escribiendo las líneas de una carta interminable en su imaginación. Había alcanzado la tercer o cuarta hoja y estaba por recargar su pluma con tinta cuando retomó el hilo de la narración:

                “… pronto acabará el invierno y todas estas hojas se irán a quién sabe dónde, a ese lugar donde se van todas las cosas que suelen desaparecer con el paso del tiempo y nadie busca, porque nadie necesita. Y yo extrañaré esta tristeza que se torna color ocre, con sus pequeñas venas en forma de ramas endurecidas por la falta de agua y sus puntas graciosas revoloteando con sutileza utópica hasta caer al piso.”

                Se detuvo un segundo y suspiró. Alguna vez le habían dicho que la nostalgia era un pecado. Y sin embargo, ¿acaso no era la nostalgia una hermosa excusa para recordar? ¿Cuántas otras mentiras habría tejido la vida en sociedad a través del tiempo? ¿Las costumbres? ¿Las religiones? De cualquier forma, no existía costumbre alguna que lograse apaciguar sus constantes lamentos. Del otro lado de la pared, seguramente hubieran quienes se encontraran en ese preciso instante formando figuras en el cielo con las estrellas, inventándose historias que algún día cambiarían para siempre la vida de alguna otra persona.

                Uno de sus sonidos favoritos era el que emitían las cuerdas de las guitarras criollas. Casi por obligación, sostenía de forma imaginaria aquel instrumento entre sus manos e interpretaba durante horas la misma canción. “Es la única forma que tengo de mantener viva la música dentro de mí”, se había excusado alguna vez frente a ninguna persona en particular. Le había tomado años descubrir que cada una de las excusas que necesitó inventar para no sentir la pesadumbre de quien corre el riesgo de equivocarse, cumplían su función tan sólo porque las empleaba para sí.

                Le fascinaba el color ocre, porque estaba muy presente en las guitarras criollas y en las hojas secas que caían en otoño, y en la canela que tan bien había sabido condimentar sus mañanas. Y, especialmente, en el rostro de la única persona que se esmeraba en no olvidar, para no olvidarse de sí mismo.



II. Fuego

                Las antorchas encendidas giraban y caían en cámara lenta hacia las hábiles manos de un malabarista, mientras la luz ardiente iluminaba su cara de manera casi ficticia. Mientras esperaba a cruzar la calle, lo observó con cierta envidia. Era como si no pudiera comprender tanta libertad encerrada en una sola vida. El semáforo reanudó los relojes de los transeúntes.

                De todos los rituales que se había impuesto para otorgarle algún sentido a los días, su preferido era el de imaginar historias que jamás conocería. Aquella tarde, por ejemplo, tejió el instante de un desconocido que viajaba en el tren sosteniendo un libro de filosofía en su mano y cuya campera de cuero era lo suficientemente angosta como para resultar cómica a la vista. Apenas lo vio, tomó su ovillo de lana.

                “Viaja al centro para encontrarse con su hijo mayor. Lo quiere un poco, con ese cariño casi obligado que suponen los vínculos familiares. Nunca pudo recuperarse de la realidad inhóspita que el mundo acobija, y eso lo arrastró a una soledad que sólo conocen quienes se han topado personalmente con el hecho de existir. O tal vez…”

                Ejercía una extraña seducción sobre ella el momento de una llama encendiéndose. El fósforo rozando contra la caja, el primer crepitar de la leña, lo lúgubre de una vela comenzando a derretirse frente al calor arrasante. Se regocijaba en esa aventura química que le había regalado un día, cuando era muy pequeña, su curiosidad.

                Pero de todas formas, siempre era la música. La tibia música, y aquella sensación de adrenalina que la invadía cada vez que se sentaba frente al piano y desconocía por completo toda regla, viéndose obligada a redescubrir la forma en que debía abordar la cuestión de interpretar algo que había interpretado tantas veces, y sintiéndose ignorante de la forma más hermosa en que alguien pudiera hacerlo.

                Uno nunca sonríe lo suficiente, pero daba la impresión de que sus buenos modales para con la vida en general se habían agotado hacía rato. Una polilla se posó sobre la ventana y modeló, grisácea, para sus ojos. La recorrió lentamente con la mirada, analizando sus alas y lo desagradable de sus diminutas patas adheridas al vidrio. Para su sorpresa, no encontró demasiadas diferencias con algunas personas que había tenido el infortunio de conocer con anterioridad.

                Dejó caer toda su liviandad con paradójica pesadez sobre el sillón y se hundió en los rojos almohadones con una taza de té humeante entre las manos. Sobre todo el atardecer, sus rimas y sus matices, la dejaban en paz después de la guerra cotidiana que era su imaginación. Creyó escuchar a lo lejos el crujido de una hoja seca.



III. Alquimia

                Nunca había tenido demasiado apuro en volver a casa. Quizás a causa de aquellos viejos golpes, que todavía seguían encerrados dentro de su habitación. Intactos. Apretó los dientes y se obligó a pensar en otra cosa. Era perfectamente capaz de sentir el dolor en sus cicatrices con sólo recordarlas. Una habilidad poco feliz que había adquirido con el tiempo y con las memorias.

                 Acariciar las manijas del reloj, suaves como un suspiro de madrugada, era su máximo anhelo. Soñaba con alcanzarlas y manipularlas a su antojo, tal vez desplazarse entre los minutos hasta conseguir alguno de esos momentos que se le habían escapado entre los dedos como agua, o como harina. Su manía de registrar mentalmente cada uno de los instantes que le habían cambiado la vida finalmente había dado sus frutos: cada seis de Noviembre a las diecisiete horas y treinta y dos minutos, por ejemplo, levantaba la vista y observaba a la pequeña gacela sorprendida al otro lado del camino de tierra. Siempre se encontraba allí. Siempre que fueran las diecisiete y treinta y dos, por supuesto.

                Albergaba en su mesa de noche una suerte de santuario. Rezaba cada madrugada por las horas perdidas. Sabía que era magia. Debía ser magia… la forma de regresar que poseían los intervalos, ignífugos, irreverentes. Le gustaba pensarse como un alquimista del tiempo. Jugar a buscar al presente en el pasado, hacerlo interactuar con el futuro. Los tiempos verbales eran sus instrumentos y las fotografías su varita mágica. Una sola impresión en una pequeña hoja de papel era suficiente.

                Sin embargo, existía un momento que no sabía manipular. El más eterno de todos. Uno que lo perseguía desde hacía décadas, quizás siglos. Tal vez desde antes de respirar. Todas sus cicatrices, escondidas entre intrépidos segundos… no lograba trasladarlas. Seguirían allí por siempre, contrarrestando la soledad que se había inventado para detener el paso de los meses. “Es innegable, los instantes que alguna vez nos han dolido… allí se quedan embriagando al resto de los instantes, empapándolos con toda su belleza. El dolor es bello, tan bello…”

                Por toda respuesta, el tiempo le regalaba su eternidad y le permitía maniobrarlo a su antojo. Era dócil y sanguinario. Las agujas del reloj que llevaba en la muñeca bien podían correr noche tras noche o clavarse en su nuca, produciéndole escalofríos. Pero jamás dudaba del poder que le habían otorgado cada uno de los golpes. Cuando las retinas se desprendieron de sus ojos, despidió con ellas todas sus lágrimas. Y allí estaba, no obstante, parado en medio del concierto de los siglos.

                Intentó alcanzar con la punta de los dedos la taza de té que, si mal no recordaba, había dejado apoyada hacía algunos minutos sobre la mesa. Sabía guiarse por el calor que transmitían los objetos. Había dejado la ventana abierta y corría una fuerte brisa, dibujando paisajes infinitos en sus oídos. Algo chocó contra sus dedos. Lo inspeccionó, extrañado. Era una hoja seca. Se divirtió durante un instante de su propio temor. La hizo crujir entre los dedos y susurró otra de esas verdades que, como siempre, se perderían en lo inmenso del olvido.

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