I. Ocre
Una de las copas de los árboles
que se agitaban fuera por el fuerte viento le devolvió la mirada con una hoja
seca, que ingresó por la pequeña ventana haciéndose lugar entre los barrotes de
frío metal y cayó delante suyo. La tomó entre las manos y la apretó contra su
pecho en un ademán silencioso. La hoja se retorció en un crujido que hubiese
pasado inadvertido, si no fuera por el lúgubre silencio que reinaba en la
habitación.
Recordó la canela, y aquella
sensación muy parecida a interactuar con la seda que le provocaba el aroma a
café por las mañanas. Pensó que tal vez, si por un segundo todas las hojas
secas que se encontraban volando por los aires en ese mismo instante se
concentraran en un solo lugar, podría reproducir tal sonido una y otra vez.
Pero aquella era tan sólo una pequeña hoja que le había regalado el árbol que
observaba desde hacía horas, y ningún caso tenía fantasear con un otoño eterno.
Siguió escribiendo las líneas de
una carta interminable en su imaginación. Había alcanzado la tercer o cuarta
hoja y estaba por recargar su pluma con tinta cuando retomó el hilo de la
narración:
“…
pronto acabará el invierno y todas estas hojas se irán a quién sabe dónde, a
ese lugar donde se van todas las cosas que suelen desaparecer con el paso del
tiempo y nadie busca, porque nadie necesita. Y yo extrañaré esta tristeza que
se torna color ocre, con sus pequeñas venas en forma de ramas endurecidas por
la falta de agua y sus puntas graciosas revoloteando con sutileza utópica hasta
caer al piso.”
Se detuvo un segundo y suspiró.
Alguna vez le habían dicho que la nostalgia era un pecado. Y sin embargo,
¿acaso no era la nostalgia una hermosa excusa para recordar? ¿Cuántas otras
mentiras habría tejido la vida en sociedad a través del tiempo? ¿Las costumbres?
¿Las religiones? De cualquier forma, no existía costumbre alguna que lograse
apaciguar sus constantes lamentos. Del otro lado de la pared, seguramente
hubieran quienes se encontraran en ese preciso instante formando figuras en el
cielo con las estrellas, inventándose historias que algún día cambiarían para
siempre la vida de alguna otra persona.
Uno de sus sonidos favoritos era
el que emitían las cuerdas de las guitarras criollas. Casi por obligación,
sostenía de forma imaginaria aquel instrumento entre sus manos e interpretaba
durante horas la misma canción. “Es la
única forma que tengo de mantener viva la música dentro de mí”, se había
excusado alguna vez frente a ninguna persona en particular. Le había tomado
años descubrir que cada una de las excusas que necesitó inventar para no sentir
la pesadumbre de quien corre el riesgo de equivocarse, cumplían su función tan
sólo porque las empleaba para sí.
Le fascinaba el color ocre,
porque estaba muy presente en las guitarras criollas y en las hojas secas que
caían en otoño, y en la canela que tan bien había sabido condimentar sus
mañanas. Y, especialmente, en el rostro de la única persona que se esmeraba en
no olvidar, para no olvidarse de sí mismo.
II. Fuego
Las antorchas encendidas giraban
y caían en cámara lenta hacia las hábiles manos de un malabarista, mientras la
luz ardiente iluminaba su cara de manera casi ficticia. Mientras esperaba a
cruzar la calle, lo observó con cierta envidia. Era como si no pudiera
comprender tanta libertad encerrada en una sola vida. El semáforo reanudó los
relojes de los transeúntes.
De todos los rituales que se
había impuesto para otorgarle algún sentido a los días, su preferido era el de imaginar
historias que jamás conocería. Aquella tarde, por ejemplo, tejió el instante de
un desconocido que viajaba en el tren sosteniendo un libro de filosofía en su
mano y cuya campera de cuero era lo suficientemente angosta como para resultar
cómica a la vista. Apenas lo vio, tomó su ovillo de lana.
“Viaja al centro para encontrarse con su hijo mayor. Lo quiere un poco,
con ese cariño casi obligado que suponen los vínculos familiares. Nunca pudo
recuperarse de la realidad inhóspita que el mundo acobija, y eso lo arrastró a una
soledad que sólo conocen quienes se han topado personalmente con el hecho de existir.
O tal vez…”
Ejercía una extraña seducción
sobre ella el momento de una llama encendiéndose. El fósforo rozando contra la
caja, el primer crepitar de la leña, lo lúgubre de una vela comenzando a
derretirse frente al calor arrasante. Se regocijaba en esa aventura química que
le había regalado un día, cuando era muy pequeña, su curiosidad.
Pero de todas formas, siempre
era la música. La tibia música, y aquella sensación de adrenalina que la
invadía cada vez que se sentaba frente al piano y desconocía por completo toda
regla, viéndose obligada a redescubrir la forma en que debía abordar la
cuestión de interpretar algo que había interpretado tantas veces, y sintiéndose
ignorante de la forma más hermosa en que alguien pudiera hacerlo.
Uno nunca sonríe lo suficiente,
pero daba la impresión de que sus buenos modales para con la vida en general se
habían agotado hacía rato. Una polilla se posó sobre la ventana y modeló,
grisácea, para sus ojos. La recorrió lentamente con la mirada, analizando sus
alas y lo desagradable de sus diminutas patas adheridas al vidrio. Para su
sorpresa, no encontró demasiadas diferencias con algunas personas que había
tenido el infortunio de conocer con anterioridad.
Dejó caer toda su liviandad con
paradójica pesadez sobre el sillón y se hundió en los rojos almohadones con una
taza de té humeante entre las manos. Sobre todo el atardecer, sus rimas y sus
matices, la dejaban en paz después de la guerra cotidiana que era su
imaginación. Creyó escuchar a lo lejos el crujido de una hoja seca.
III. Alquimia
Nunca había tenido demasiado
apuro en volver a casa. Quizás a causa de aquellos viejos golpes, que todavía
seguían encerrados dentro de su habitación. Intactos. Apretó los dientes y se
obligó a pensar en otra cosa. Era perfectamente capaz de sentir el dolor en sus
cicatrices con sólo recordarlas. Una habilidad poco feliz que había adquirido
con el tiempo y con las memorias.
Acariciar las manijas del reloj, suaves como
un suspiro de madrugada, era su máximo anhelo. Soñaba con alcanzarlas y manipularlas
a su antojo, tal vez desplazarse entre los minutos hasta conseguir alguno de
esos momentos que se le habían escapado entre los dedos como agua, o como
harina. Su manía de registrar mentalmente cada uno de los instantes que le
habían cambiado la vida finalmente había dado sus frutos: cada seis de
Noviembre a las diecisiete horas y treinta y dos minutos, por ejemplo, levantaba
la vista y observaba a la pequeña gacela sorprendida al otro lado del camino de
tierra. Siempre se encontraba allí. Siempre que fueran las diecisiete y treinta
y dos, por supuesto.
Albergaba en su mesa de noche
una suerte de santuario. Rezaba cada madrugada por las horas perdidas. Sabía
que era magia. Debía ser magia… la forma de regresar que poseían los intervalos,
ignífugos, irreverentes. Le gustaba pensarse como un alquimista del tiempo.
Jugar a buscar al presente en el pasado, hacerlo interactuar con el futuro. Los
tiempos verbales eran sus instrumentos y las fotografías su varita mágica. Una
sola impresión en una pequeña hoja de papel era suficiente.
Sin embargo, existía un momento
que no sabía manipular. El más eterno de todos. Uno que lo perseguía desde
hacía décadas, quizás siglos. Tal vez desde antes de respirar. Todas sus
cicatrices, escondidas entre intrépidos segundos… no lograba trasladarlas.
Seguirían allí por siempre, contrarrestando la soledad que se había inventado
para detener el paso de los meses. “Es
innegable, los instantes que alguna vez nos han dolido… allí se quedan
embriagando al resto de los instantes, empapándolos con toda su belleza. El
dolor es bello, tan bello…”
Por toda respuesta, el tiempo le regalaba su
eternidad y le permitía maniobrarlo a su antojo. Era dócil y sanguinario. Las
agujas del reloj que llevaba en la muñeca bien podían correr noche tras noche o
clavarse en su nuca, produciéndole escalofríos. Pero jamás dudaba del poder que
le habían otorgado cada uno de los golpes. Cuando las retinas se desprendieron
de sus ojos, despidió con ellas todas sus lágrimas. Y allí estaba, no obstante,
parado en medio del concierto de los siglos.
Intentó alcanzar con la punta de
los dedos la taza de té que, si mal no recordaba, había dejado apoyada hacía
algunos minutos sobre la mesa. Sabía guiarse por el calor que transmitían los
objetos. Había dejado la ventana abierta y corría una fuerte brisa, dibujando
paisajes infinitos en sus oídos. Algo chocó contra sus dedos. Lo inspeccionó,
extrañado. Era una hoja seca. Se divirtió durante un instante de su propio
temor. La hizo crujir entre los dedos y susurró otra de esas verdades que, como
siempre, se perderían en lo inmenso del olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario