Se sube al vagón y no sabe.
No sabe que la estoy mirando.
No sabe, porque nadie la mira.
Se sube en la estación de Plaza Miserere con un bolsito de macramé colgando de un hombro y una guitarra colgando del otro.
Pide permiso. Pide perdón. Pide que le avisemos si no se escucha porque no tiene micrófono.
Pero nadie la escucha.
Regala una sonrisa tímida antes de aclararse la garganta, y el vagón del subte emprende su marcha.
No sabe que nadie la escucha.
O sí sabe. Y le duele tanto que el metal de las vías se traga su voz.
Pero sigue cantando.
Y nadie la mira, y nadie la escucha.
Pero sigue tocando.
Y no sabe que la estoy mirando. Y no sabe que algunos días, quizás algunos meses después, voy a escribir sobre ella porque no pude llorar sobre ella.
Porque no pude escucharla.
Porque el ruido del vagón rodando sobre las vías era demasiado fuerte, y ella no sabía que yo la estaba mirando. Y ella no sabía que yo la estaba abrazando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario